El diccionario de la RAE define serenata como “ Música en la calle o al aire libre y durante la noche, para festejar a alguien”. En la noche del 10 de abril de 1865 una serenata organizada por los estudiantes madrileños fue reprimida por la Guardia civil y el ejercito con el resultado de varios muertos. El número oscila según los autores que lo refieren entre 13 y 93. ¿Cómo una serenata llega a acabar de ese modo?, ¿cuál es el ambiente que la precede?, ¿cuáles fueron sus consecuencias?.
Estamos en los últimos años del reinado de Isabel II, que ha vuelto a recurrir a Narváez para enderezar la situación. El descontento está extendido y el régimen es incapaz de organizar un sistema de cambios de gobierno tranquilo. Narváez recurre a la receta de siempre, la represión. En octubre de 1864, tratando de impedir la difusión de ideas progresistas emite una circular en la que prohíbe difundir ideas contrarias a la monarquía o al concordato de 1851. Trata de impedir desde la Universidad y desde la prensa se fomente la agitación. En la Universidad hay un grupo de profesores que son demócratas, entre ellos destaca Castelar.
La Hacienda Publica está en apuros y la Reina y los moderados se ofrecen a vender Patrimonio Real quedándose con el 25 por ciento de lo recaudado para ella y entregando un 75 % al erario público. La reina y los moderados en el poder parecen no distinguir entre Patrimonio Nacional y el peculio particular de la Reina.
Ante esa propuesta Castelar, catedrático de Historia en la Universidad de Madrid y futuro presidente de la Primera República, publica dos artículos los días 21 y 22 de febrero titulados “¿De quién es el Patrimonio Real?” y “El Rasgo”en los que acusa al gobierno y a la Reina de intentar quedarse con parte de un patrimonio que es de la Nación.
El ministro de Fomento, que lo es a la vez de Educación, Alcalá Galiano, pide al rector de la Universidad que cese a Castelar. El rector, Juan Manuel Montalbán, se niega. Se teme en ambientes estudiantiles que se tomen medidas contra el rector y se prepara una “serenata” para el día en que lo cesen. El ministro cesa al Rector y desposee de la cátedra a Castelar. Esto ocurre el siete de Abril.
En solidaridad con ambos dimiten de sus puestos Salmerón y Miguel Morayta. El ministro de la Gobernación, Luis González Bravo da ordenes de prohibir y reprimir la serenata, que sin embargo el Gobernador Civil de Madrid había autorizado. La Guardia Civil disuelve a los asistentes.
El 10 de abril toma posesión el nuevo rector, Diego Miguel y Bahamonde. Para esa noche se prepara por parte del estudiantado y de progresistas y demócratas otra “serenata” de protesta en la Puerta del Sol. González Bravo da órdenes de para disolverla y refuerza a la Guardia Civil con unidades del ejército, unos mil hombres. Tras las cargas se suceden los disturbios por los alrededores. Se producen muertos (sobre su número se discrepa entre 13 y 94 según diversas fuentes) y más de un centenar de heridos. Así cuenta los hechos Pérez Galdos en su novela “Prim” , parte de la cuarta serie de los “Episodios nacionales”.
Movidos los estudiantes de un pensamiento generoso, que era proyección del pensamiento general, resolvieron obsequiar con una serenata al Rector saliente. Pedido y otorgado por el Gobernador el necesario permiso, se dispuso la música para las nueve de la noche, y un público espeso acudió a la calle de Santa Clara con bullicio y animación de fiesta. Si la serenata era en aquella ocasión un acto corriente y usual como otros de la misma índole y objeto, ¿por qué a presenciarla y a gozar de ella acudía tan inmenso gentío? Beramendi, que con su amigo Guillermo de Aransis asomó las narices por las inmediaciones del teatro de Oriente, sin otro móvil que curiosear, dijo así: «Cuando un pueblo tiene metido el motín en el alma, basta que se reúnan diez y seis personas para que salgan diez y seis mil a ver qué pasa»....
... De improviso vieron los amigos que se arremolinaba la multitud. A la claridad de los farolillos de los atriles, junto a los cuales estaban los músicos, algunos con la boca pegada ya a los instrumentos, se vio que los guardias de seguridad mandaban suspender la tocata... ¡A enfundar los instrumentos, a recoger los atriles, y a casa todo el mundo! ¿Serenata dijiste? No fue mala la que dieron los silbidos de la muchedumbre, el maldecir a la política, y el prorrumpir hombres y mujeres en soeces injurias contra el Gobierno. ...
...Llegó don Laureano Figuerola con la habitual placidez de su rostro y su expresión austera y benigna. Acompañábale Gabriel Rodríguez, alto, barbudo, bien encarado y con antiparras de oro. Venían del Suizo. Desahogadamente pudieron llegar hasta la Academia de San Fernando; pero desde allí el paso era imposible. Hubieron de retroceder, dando un rodeo por la calle de la Aduana. En la Puerta del Sol, el tumulto y vocerío eran espantosos. Los dos esclarecidos economistas oyeron contar que una cuadrilla de obreros, que bajaba a la calle del Carmen por la de los Negros, apedreó a los soldados de Caballería, y que el Gobernador militar mandó hacer fuego... Figuerola y Rodríguez sintieron la descarga; pero ignoraban si había sido al aire... Las voces que de esto llegaban al Ateneo eran contradictorias. Pasó tiempo... declinaban las horas con lenta rotación que acrecía la ansiedad... Sanromá entró diciendo que la Guardia Veterana repartía sablazos en la Puerta del Sol... En efecto: oíase desde la Holanda española un rumor como de oleaje impetuoso, lejanos apóstrofes, estridor de silbidos...
Algunos ateneístas de los que se arremolinaban en el pasillo pensaron salir y aproximarse a la Puerta del Sol para ver de cerca la jarana; pero en esto llegó casi sin aliento un precoz filósofo, González Serrano, y dijo: «No salgan ahora; no salga nadie... Por poco me gano un sablazo... El dolor que tengo aquí, ¡ay! es de un golpe ¡ay!... Se me vino encima la cabeza de un caballo... Ya cargan, ya vienen cargando por la calle de la Montera...». Acudió a los balcones del Senado y de la Biblioteca gran tropel de curiosos. Calle arriba iban hombres, mujeres y muchachos huyendo despavoridos. Centauros que no jinetes, parecían los guardias; esgrimían el sable con rabiosa gallardía, hartos ya de los insultos con que les había escarnecido la multitud. No contentos con hacer retroceder a la gente, metían los caballos en las aceras, y al desgraciado que se descuidaba le sacudían de plano tremendos estacazos. Chiquillos audaces plantábanse frente a los corceles, y con los dedos en la boca soltaban atroces silbidos. Al golpe de las herraduras, echaban chispas las cuñas de pedernal de que estaba empedrada la calle costanera. Un individuo a quien persiguieron los guardias hasta un portal de los pocos que no estaban cerrados, cayó gritando: «¡asesinos!», y el mismo grito y otros semejantes salieron de los balcones del Ateneo. En la puerta de la sacristía de San Luis había dos muchachos que, después de pasar los últimos jinetes hacia la Red de San Luis, gritaban: «¡Pillos! ¡Viva Castelar... viva Prim!». Hacia la esquina de la calle de la Aduana, dos sujetos de buen porte retiraban a una mujer descalabrada... La noticia, traída por un ordenanza, de que en la Puerta del Sol y Carrera de San Jerónimo había muertos, hizo exclamar a Beramendi: «¡Sangre!... Esto va bien».
Las protestas en el Parlamento y el descrédito ante la opinión pública tensan la situación. Dentro del gobierno el ministro de fomento, Alcalá Galiano, y el de gobernación, González Bravo se enfrentarán por la dureza del trato a los manifestantes. Pocas horas después de este enfrentamiento moría, victima de un ataque cerebral Alcalá Galiano. De todos modos Narváez estaba tocado y la Reina acabará llamando de nuevo a O´Donell el 21 de junio de 1865 para formar gobierno tratando de salvar la situación.
Las serenatas habían producido muertos, heridos y se habían llevado al gobierno de Narváez. Tampoco lo tendrá fácil el nuevo gobierno que pretende dar una imagen más liberal con varias medidas, entre ellas reponer en su cátedra a Castelar.